Sergio Cilla comparte con nosotros Titian, un nuevo relato de su colección “Historias de Mujeres”, y nos enfrenta a la necesidad de sanar heridas que pertenecen a nuestro pasado, o a un pasado muy anterior.
Titian
Cathy sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo en un segundo. Ya había estado en ese lugar, y no recordaba la misma sensación, aunque sentía que algo en particular la atraía hacia esa pintura. Le gustaba el arte en todas sus expresiones, y la pintura especialmente, aunque no podía determinar cuál era su estilo preferido.
Levantó la vista y vio a la cuidadora de la sala que le sonreía con un gesto especial. Era una mujer joven, de color, bastante gorda, que usaba unos anteojos con marco rojo, demasiado grandes para su rostro.
Decidió irse y volver en otro momento. Se había hecho socia del museo, así que podía entrar y salir las veces que quisiera sin tener que pagar.
Después de graduarse, Cathy decidió volver por un tiempo a la casa de sus padres en Harrisburg, Pensilvania. Sin embargo, y luego de una semana, recordó por qué siempre se había prometido que tenía que independizarse y comenzar su propia vida en otro lugar. Adoraba a sus padres, pero la convivencia era insufrible. Jamás habían notado que la nena había crecido y continuaban comportándose como si tuviera ocho años. Y eso la ponía totalmente irascible, al punto de que todos a su alrededor le sugerían que debía hacer algún tipo de terapia.
Sus padres podían ser particularmente densos y molestos, pero la reacción de Cathy era de una furia desmedida, inesperada y descontrolada.
Cathy podía vivir donde quisiese. Trabajaba como profesora de inglés online, así que sólo necesitaba de un cuarto y conexión a internet.
Una mañana decidió tomarse el día libre y buscar algún departamento económico para alquilar en Filadelfia. Siempre le había gustado esa ciudad, y desde que había visitado el Museo de Arte por primera vez, sentía que ese sería un lugar ideal para vivir, teniendo el museo como forma de escape.
Ese mismo día conoció al Arzobispo Filippo Archinto, o mejor dicho, a su portarretrato pintado por Tiziano Vecelli, a quien llamaban Titian, en Venecia en 1558. Nunca supo el origen de tal atracción, pero ese mismo día decidió que se mudaría a Filadelfia y comenzaría una vida lejos de sus padres, aunque lo suficientemente cerca como para visitarlos un par de horas cada quince días.
Se mudó a un estudio muy pequeño, y comenzó una vida diferente, trabajando cuando quería, saliendo a correr a orillas de río, y visitando el museo cuando se sentía nostálgica o vacía.
Varias veces había considerado la idea de hacer terapia, porque a pesar de su vida tranquila y ordenada, le costaba mucho conciliar el sueño, y cuando lo hacía, solía tener pesadillas terribles. Rara vez las recordaba, pero cuando lo hacía, generalmente transcurrían en iglesias, varios siglos atrás.
Desde el día que había sentido ese escalofrío penetrante, Cathy no había vuelto al museo, pero una tarde otoñal y muy lluviosa, decidió visitar su pintura favorita en el segundo piso. Llovía mucho, y no había forma de poder salir a correr junto al río.
El portarretrato pintaba al arzobispo con un velo por delante, lo cual lo hacía totalmente inusual. Lo habían nombrado Arzobispo de Milán en 1556, y por problemas políticos, nunca había podido ejercer su cargo. Se decía que el anillo episcopal del retrato mostraba su derecho al trono, y el velo el impedimento para acceder a ese derecho.
Cathy entró a la sala, saludó a la guardia, y se dirigió directamente a la pintura. La cuidadora le sonrió, como lo hacía siempre, y Cathy no dejó de experimentar un leve escalofrío nuevamente. En el medio de la sala había un asiento que permitía tomar distancia de las pinturas, y disfrutarlas de manera más cómoda. Cathy se sentó, sin perder de vista la pintura.
Repentinamente sintió gemidos de dolor, y entreabrió la puerta de su cuarto. Venían del dormitorio de su padre. Apagó la luz de su cuarto para que nadie se diera cuenta de que la puerta se estaba abriendo, y sigilosamente salió al pasillo. Se asomó al cuarto de su padre y se tapó la boca para no emitir sonido ante su asombro. Se podía ver un hombre canoso, que llevaba una sotana y se había desnudado el torso. Sostenía una especie de látigo con pinches en su mano, y se golpeaba de lado a lado, hasta que las heridas comenzaban a sangrar. Por momentos, se descubría las nalgas y apretaba una presión muy fuerte sobre ellas con los pinches.
Cathy sentía que iba a desmayarse mientras observaba esa escena. Odiaba a ese hombre que actuaba como su padre, pero que en realidad era su tutor. Sus padres habían muerto en un incendio, y el sacerdote la había acogido para que lo ayudara con las tareas del monasterio. Tenía sólo doce años, y ayudar al sacerdote implicaba fregar pisos todo el día, servirle la comida, y estar dispuesta a ser violada ante su antojo.
Sintió que el peso de su cuerpo se desvanecía, y se apoyó contra la puerta que emitió un sonido agudo, como una bisagra oxidada por el tiempo. El sacerdote se dio vuelta y la divisó a través de los velos que rodeaban su dormitorio, soltó lo que tenía en su mano, y salió corriendo a su encuentro.
Cathy sintió que iba a ahogarse de desesperación, y sólo pudo atinar a salir corriendo hacia uno de los extremos del pasillo. Desafortunadamente, no había salida por ese lado. Se dio vuelta y vio como su tutor caminaba a su encuentro con el látigo de pinches en su mano, mirándola con un odio desmesurado. Cathy trató de abrir las puertas, pero los dormitorios estaban cerrados con llave. Apoyó su espalada contra una de las puertas y se quedó observando la maldad en los ojos de ese hombre, mientras sentía el calor de la orina que recorría sus piernas. Estaba aterrorizada.
Sintió que quería morir, que ya no le importaba seguir viviendo de esa manera, pero estaba en pánico, y tenía mucho miedo a sufrir y a ser ultrajada y maltratada nuevamente.
De pronto, levantó la vista y vio como el sacerdote revoleaba el látigo, y estimó que los pinches iban a clavarse en su cabeza, pero instintivamente se agachó y los pinches se clavaron en el costado derecho de la cabeza del sacerdote. Cathy pudo ver como el hombre se agarraba el cráneo con ambas manos, le brotaba sangre del cuello y le colgaba el ojo derecho entre los dedos. Se desplomó al suelo de dolor. Cathy lo miró con una mezcla de angustia, pero de satisfacción al mismo tiempo. Recordó en segundos las veces que había sido violada por ese hombre, a quien nunca le había importado lo que ella sintiera. Juntó coraje y pateó los pinches con su pie, de tal manera como para que el sacerdote terminara desangrándose rápidamente.
Luego se tiró al piso y se puso a llorar desconsoladamente.
-Está todo bien, ya todo terminó -le dijo una voz que desconocía por completo.
Levantó la vista y vio a la guardia de la sala de pinturas Europeas, la galería 250, que la miraba con una sonrisa cálida y afectuosa. Cathy observó a su alrededor y la sala estaba vacía, excepto por ellas dos, y se encontraba tirada sobre el piso, junto al asiento, sobre un charco de agua que, al parecer, sería su propia orina.
-Ya está. Todo va a cambiar ahora. Esto era lo que necesitabas -le dijo la cuidadora, mientras la ayudaba a ponerse de pie.
Cathy observaba la escena y no entendía absolutamente nada. Sin embargo, era la primera vez que luego de esas pesadillas sentía un alivio profundo.
Se acomodó la ropa y el cabello, le pidió disculpas a la cuidadora por el charco de orina en el piso, y salió caminando lentamente, exhibiendo una mezcla de vergüenza y ganas de reírse a carcajadas, al mismo tiempo.
Salió del museo por la puerta principal, y se sentó sobre uno de los setenta y dos escalones que Rocky Balboa alguna vez hiciera inmortal. Tomó una bocanada de aire, y observó la vista majestuosa de la ciudad. No sabía qué le estaba pasando, pero sentía como muchas ganas de subirse a su automóvil e ir a abrazar a sus padres.
Y así lo hizo. Y se quedaron los tres abrazados por mucho tiempo, sabiendo que algo había cambiado para siempre.
Sergio Cilla
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