Sergio Cilla comparte con nosotros La Grilla, la segunda parte de un relato que nos introduce a la idea de que el pensamiento humano es la energía que afecta las relaciones en el planeta.
Si no leíste la primera parte, comienza aquí: La Grilla I: La Presentación
Parte II - Desencuentro
Karen se quedó pensando en las posibles consecuencias de este cambio en la grilla. Sabía que parte del ADN generaba emisiones de energía a través del pensamiento, combinado con las emociones, y que esto producía conexiones con otros ADNs, otros cerebros, otros pensamientos y emociones en el universo. Sin embargo, no entendía cómo poder evaluarlo, cómo poder determinar en qué medida este hecho afectaría a las personas.
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Soledad siempre había querido tener un novio. Un novio en el sentido de una pareja, de caminar por la calle de la mano de otro hombre que la mirara con mucho amor, y de que todos a su alrededor la envidiaran por eso. Sin embargo, nunca se había animado a buscarlo por los medios convencionales, y lo encontró en un sitio online, para los que buscan pareja, en otro país.
Soledad iba en un taxi hacia el aeropuerto de Ezeiza, en la ciudad de Buenos Aires, cuando vio que el cielo tomaba un color grisáceo muy particular. Se preocupó. No quería que se largara una tormenta justo el día en que llegaba José. Era el momento más feliz de su vida, y estaba segura que nada que pudiera pasar se lo iba a arruinar.
Las dos líneas que divisó en el horizonte, en dirección noroeste, la desorientaron muchísimo, y más aún el ruido que hizo el auto, que se quedó sin energía por unos instantes.
-¿Qué estará sucediendo? -preguntó al taxista, mientras miraba al cielo por la ventanilla del auto.
El taxista le contestó que nunca había visto algo así en su vida, y que seguramente tenía que ver con todo el cambio climático, y el calentamiento global.
Todo duró unos pocos segundos, y luego el cielo volvió a su normalidad. Sin embargo, Soledad sintió que ya no era la misma que hacía unos minutos atrás. Se sentía incómoda, como desencajada. Lo que todo había sido perfección y anhelo de felicidad hasta hacía unos instantes atrás, ahora se había convertido en duda, en una sensación contundente de confusión, de incertidumbre.
Tomó tres cafés mientras esperó que José apareciera por la puerta de salida. El vuelo había aterrizado hacía más de una hora y media, y ya tendría que haber llegado. Sin embargo, no había ninguna señal del hombre que estaba próximo a convertirse en su amor físico, en su amor plasmado en realidad. Ya era su amor, aunque nunca lo hubiera visto personalmente, sólo faltaba concretar el momento en que se tomaran de la mano.
No podía no haberlo reconocido, y no veía caras familiares por ningún lado. Se había aprendido su rostro de memoria, y podía hacer un identikit fácilmente y en segundos. Habían acordado que ella estaría vestida toda de rosa, porque a él le divertía mucho saber que ese era el color preferido de Soledad. Y así lo hizo. Se puso unos pantalones rosas, combinados con unas sandalias del mismo color, y una remera rosada. Se había convertido en el centro de las miradas de esa calurosa tarde de noviembre en Buenos Aires, pero a ella no le importaba.
Después de tres horas de espera, pudo acceder al personal de la aerolínea, quienes le informaron que no había un José Velazco en los vuelos que provenían de Bogotá. Se sentía desesperada.
De regreso a su departamento, recordó la conversación que había sostenido por teléfono con su madre la noche anterior. “¡Pero cómo vas a llevar a tu casa a un hombre que no conocés!”, le había dicho su madre, con un tono de “como siempre, hacés todo mal.” Y Soledad sabía que esta era la oportunidad de demostrarle a su madre que ella podía conseguir un novio, que ella podía ser deseada y querida, y que también podía hacer las cosas bien. Sin embargo, y como siempre ocurría, cuando su madre abría la boca y le espetaba esas frases contundentes y demarcadoras, Soledad sentía que ya no podía seguir adelante con su plan, y que nuevamente había hecho todo mal.
Llegó a su departamento y prendió la computadora. Pensó que seguramente habría anotado algo mal, y que se habría equivocado en el nombre de la aerolínea, o en el día o el horario del vuelo. Pero no pudo encontrar rastro de nada, y no llegó a cotejar la información.
Revisó todo desesperadamente. Los chats habían desaparecido, y no había rastro ni registro de un contacto llamado José Velazco en Skype o en su teléfono, y Soledad sintió que iba a enloquecer.
Por un segundo pensó que todo era un error, y que seguramente José tocaría a su puerta en cualquier momento. Él tenía todos sus datos.
Pero José nunca apareció, y no había rastros de él, ni de la historia que había vivido con Soledad. Y ella cayó en una depresión profunda, donde no comió por días, y durmió sin parar, sin ir a trabajar, sin contestar el teléfono. Hasta que un día su mejor amiga golpeó durante tanto tiempo a la puerta de su departamento, que finalmente accedió y le abrió.
Convencida de que no quería dejar morirse, Soledad accedió a hacer terapia, y en ese ámbito pudo verbalizar y empezar a descubrir lo que necesitaba para salir adelante.
-Recuerdo ese día como si fuera hoy -comenzó a decirle Soledad a su terapeuta-, pero aún recuerdo con mayor precisión la conversación con mi madre de la noche anterior. Y yo sé que puede sonar una locura, pero cuando sentí que me había equivocado nuevamente…
Soledad tuvo que detenerse unos segundos. Comenzó a llorar desconsoladamente.
-Siempre que empiezo algo y se lo cuento a mi mamá, siempre está todo mal, y me arrepiento de haberlo comenzado, en lugar de arrepentirme de habérselo contado. Sigo buscando su aprobación. Y yo sé que esa noche cuando hablé con ella, yo envié un mensaje al cielo. De esto, la culpa la tengo toda yo. Logré borrar todo, como si José no hubiera existido en mi vida. Yo sé que no estoy loca, y yo sé que lo de José fue verdad, pero la fuerza que ejerce mi mamá sobre mí logra esas cosas.
Y la terapeuta no pudo comprender este mensaje de Soledad, y de cómo a través de su pensamiento, la historia se había modificado, hasta el punto de que nunca había existido. Pero sí supo que Soledad tenía muy en claro lo que había que trabajar, y ella estaba ahí para ayudarla a lograrlo.
Continúa leyendo: La Grilla III: La Revolución
Sergio Cilla
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