Sergio Cilla nos invita a revivir el espíritu navideño con un cuento corto sobre cómo una circunstancia inesperada puede cambiar nuestra vida de un momento para el otro.
Cuentos de Navidad: La Furia
Magdalena observó la receta y recordó las palabras del médico: “Los síntomas psicosomáticos existen para desempeñar una función, Magdalena. Si sigues ignorando esa función y eliminas el síntoma a través de un medicamento sin lidiar con la causa, el cerebro simplemente encontrará un sustituto para ese síntoma.”
Siempre hablaba de lo mismo, ya la tenía harta. Además, no sé cuántos médicos ya había visitado, y cuántos remedios había probado, pero los dolores de espalda no se iban. Hasta llegó a hacer terapia durante un tiempo, después de una intervención familiar, donde no le quedó otro remedio. Y la angustia, y la rabia contenida, y el niño interior que estaba furioso, etc. Pero ella seguía teniendo los mismos dolores, y mañana era Navidad y tenía que pasar muchas horas en la cocina.
Magdalena sabía que no le iban a vender un psicofármaco sin receta que pudiera archivarse, pero tenía una en blanco que había conseguido en el trabajo y la había completado ella misma. Juntó coraje y decidió ir a la farmacia, y si no se lo querían vender, apelaría al espíritu navideño, y seguramente lograría convencer al empleado.
Pero el resultado no fue el esperado. Magdalena había apelado a todos los recursos disponibles. Primero, entregó la receta como si nada. Javier, el empleado, la leyó y le dijo que no podía darle el medicamento si no tenía el duplicado firmado y sellado. Ella inventó una historia para justificar la pérdida de la copia, pero el empleado siguió firme en su posición. A continuación, comenzó a cambiar a un tono lleno de dolor, y a explicarle al empleado que no podía estar así, que al día siguiente era la Nochebuena y tenía mucho que cocinar, y … “por favor… sé que me entenderás… seguro tienes una madre o una tía igual a mi… por favor…” e inclusive logró que un par de lágrimas cayeran por sus mejillas. El empleado le devolvió la receta y le dijo que fuera a la guardia de un hospital.
Con esta respuesta, Magdalena comenzó a enfurecerse y le pidió que llamara al dueño de la farmacia. Javier le dijo que el dueño estaba muy ocupado, y que le diría lo mismo que él, así que no tenía sentido que todos siguieran perdiendo el tiempo, y que buenas noches y feliz navidad.
-Pero… ¿Me estás cargando? ¿Me estás tomando el pelo? -espetó Magdalena con una voz cargada de furia-, me dices feliz navidad cuando sabes que va a ser la peor navidad de mi vida si no me vendes ese medicamento ya mismo.
-Pero… señora… -atinó a querer explicar Javier, mientras veía que Magdalena se ponía toda roja, y que el resto de los clientes que estaban esperando comenzaban a ponerse muy nerviosos e impacientes- …déjeme ayudarla… yo….
-Me vas a ayudar a que te salve de que te desfigure toda la cara -gritó Magdalena, toda colorada, como si un monstruo se hubiera apoderado de ella, mientras se trepaba al mostrador y tomaba a Javier por el cuello de la camisa y comenzaba a sacudirlo y a abofetearlo.
Dos clientes que estaban esperando en el salón, atónitos ante tal espectáculo, corrieron de inmediato y comenzaron a sujetar a Magdalena por la espalda y por los brazos para que dejara de pegarle al empleado. Pero estaba enceguecida, y no podía detenerse, y repartía golpes y gritos a doquier, hasta que comenzó a llorar y de a poco fue cediendo en su fuerza de ataque.
Los hombres finalmente lograron bajarla del mostrador, mientras Don Julio, el dueño de la farmacia, y otros dos empleados que estaban en la parte de atrás aparecieron y comenzaron a ayudar a Javier que estaba todo golpeado, arañado y lastimado.
Uno de los otros empleados le preguntó al dueño si llamaba a la policía, pero Don Julio, un hombre mayor y experimentado en la vida, le hizo señas como para que todo se tranquilizara, mientras observaba detenidamente a Magdalena.
Una vez en el piso, Magdalena se desplomó y comenzó a llorar a los gritos. Pedía perdón y hablaba de algo que nadie entendía, hasta que una señora pidió un vaso de agua para ella, y al intentar dárselo, Magdalena comenzó a contar cómo su papá la golpeaba cuando era niña cuando no cumplía con las tareas escolares, o cuando tardaba en levantar la mesa o hacer cualquier otro quehacer doméstico.
Todos en la farmacia estaban detenidos observando la escena con cierta aflicción, a pesar de que nadie conocía a Magdalena. Hasta Javier, que estaba todo golpeado, comenzó a sentir pena por esta señora, y a entender que había sido el artífice de la posibilidad de que Magdalena descargara toda la furia y la rabia contenida desde su niñez.
El dueño de la farmacia murmulló algo secretamente con Javier, y luego se acercó a Magdalena y la ayudó a ponerse de pie.
-Estimada señora -comenzó a decirle-, ha sido para nosotros una bendición que un día antes de la navidad usted haya logrado sacar toda esa furia contenida en nuestro local. Seguramente, los dolores de espalda pasarán muy pronto. Ahora, el empleado la acompañará hasta su casa. Le recomiendo que se haga un tecito de menta, manzanilla y tilo y se recueste un rato.
Le acercó una bolsita con las hierbas, le besó una de sus manos y la despidió.
Magdalena caminó las dos cuadras de regreso a su casa del brazo de ese joven tan apuesto, que estaba todo golpeado, sin entender mucho lo que estaba sucediendo.
Javier caminaba del brazo de la señora que unos minutos antes lo había llenado de golpes, y pensaba que estaba agradecido de trabajar en un lugar así, y que lo seguiría eligiendo a Don Julio como su jefe para el resto de su vida.
Sergio Cilla
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