Siempre que encontramos algo inesperado, seguramente habrá una historia interesante detrás de eso, pero a veces no tenemos el tiempo o las ganas de revelarlo. Hoy presentamos Hallazgo, un cuento de Sergio Cilla, que nos hará pensar en la próxima vez que algo diferente se cruce en nuestros caminos.
Hallazgo
Andrew apoyó la pala y el rastrillo y se secó la transpiración de la frente. Era una de las primeras tardes de calor de principios de mayo en Kingsport, Virginia. Habían comprado con su esposa su primera casa, y Andrew se había prometido que terminaría con el jardín antes del verano, para poder aprovechar el calor y las vacaciones, y así poder encerrarse y terminar su tesis, y finalmente graduarse como profesor de historia americana.
De pronto, algo de lo que había recogido, entre las hojas secas, le llamó la atención. Se dio cuenta inmediatamente que era algo que no pertenecía al jardín. Lo levantó y lo observó. No parecía ser ni vegetal, ni animal, pero tampoco era una piedra. Medía unos nueve centímetros de largo, pesaba el equivalente a dos huevos, y tenía una consistencia casi esponjosa. Tenía un color morado grisáceo, y si no hubiera sido porque no tenía olor nada, Andrew habría jurado que era parte de un cuerpo humano.
Lo colocó en una caja y al día siguiente se lo llevó a Michael, un amigo suyo de la universidad que era biólogo y hacía investigaciones.
- Quédate tranquilo que algo humano no es -aseveró Michael-, porque la putrefacción es inevitable.
- Te lo dejo y me avisas cuando sepas algo -le respondió Andrew.
Cinco días más tarde, Andrew estaba nuevamente trabajando en el jardín y pensando en su tesis. Sentía que estaba en el lugar ideal para terminarla. Su trabajo se centraba en los esclavistas de la costa este, principalmente de Carolina del Norte y Virginia, y cómo había afectado a la región la descendencia de hijos mestizos. De pronto sonó el teléfono y era Michael. Andrew se sentó sobre un tronco y se tomó la cabeza con la otra mano. No podía creer lo que estaba escuchando. Lo que había encontrado era una lengua humana, que evidentemente era muy antigua, databa de más de doscientos años, pero que nadie podía comprender en el departamento de biología cómo no se había podrido, o petrificado.
- Sal de acá y vuelve a la cocina -le dijo John Sayles a Betty, mientras se subía los pantalones y se los abotonaba en la casa de los esclavos.
Era una práctica habitual del amo en esas épocas. De todos los esclavos que compraba, siempre había un par que eran elegidos para algo más que para trabajar en la casa o en la plantación. Y no sólo eran mujeres. Había dueños de plantaciones que también gustaban de satisfacerse con esclavos hombres.
Sin embargo, en este caso, la situación era un poco diferente. Aunque repetía su rutina habitual de entrar tres veces por semana a la casa de los esclavos, echar a todos de ahí a los gritos, con el látigo en la mano, y obligar a Betty a quedarse sola, cuando estaban en la intimidad, ambos sabían que sentían un cariño especial por el otro.
Betty Homings estaba convencida que la Señora Sayles sabía lo que su marido hacía. En los diez años que Betty llevaba en esa casa, ya había tenido 5 hijos, y todos eran mestizos.
Pero la Señora Sayles disimulaba muy bien, aunque siempre encontraba una buena oportunidad para castigar a Betty por algún motivo, y la hacía azotar a la vista de casi todos. Casualmente, su esposo nunca estaba presente.
En más de una ocasión, John le pedía a Betty que se sacara el vestido, y ella se rehusaba. John insistía porque podía ver las marcas del látigo en la piel por el escote en la espalda. Pero Betty le ponía un dedo en la boca, como pidiéndole silencio, y se acomodaba para el acto que, a pesar de que no era consentido, Betty sentía que era un momento de paz, y porque no una muestra de afecto, o al menos de consideración.
John tenía un solo hijo blanco, William, quien odiaba a Betty profundamente. Era el encargado de azotarla cuando su madre lo miraba con complicidad. Pero también azotaba con quien fuera que Betty tratara de establecer una relación, y por esa razón Betty siempre estaba sola, y ni siquiera ya hablaba con sus hijos, porque trataba de preservarlos.
Betty trabajaba la mayor parte del tiempo en la cocina. Un día, William vio cómo le pasaba un pan a uno de sus hijos por la ventana, y eso le valió a los dos cientos de azotes. La espalda de Betty no estaba tan dañada como la de su hijo, porque el castigo nunca llegaba al límite de que John tuviera que tomar cartas en el asunto. Pero Thomas, el primogénito de Betty y John, estuvo tirado en una cama durante una semana, sin poder moverse por el dolor.
Mientras William lo azotaba, Betty, destruida por el dolor de su espalda, tirada en el piso, lloraba desconsoladamente, y le rogaba a William que se detuviera, que era su hermano. Esto enfureció aún más a William, quien descargó toda su ira sobre la espalda de Thomas, y le prometió a Betty que si volvía a escuchar su voz le cortaría la lengua.
John sabía que todo esto pasaba, pero también sabía que para mantener la paz en su plantación era mejor que sufrieran los que estaban para sufrir. Ignorar el dolor del otro, inclusive cuando se le tenía cierto cariño, como era el caso de John hacia Betty, era una lección que había aprendido muy bien.
Betty también había aprendido su lección, y ya no hablaba con nadie.
Una mañana estaba horneando unos panes en la cocina, cuando sintió una mano que le levantaba la pollera. Se dio vuelta con el impulso de gritar. Era William, que inmediatamente tomó un cuchillo y le hizo una señal como que le cortaría la lengua si no se callaba. William la penetró con saña y malicia, generándole dolor, no sólo físicamente, sino sabiendo que esto hería el orgullo de la amante de su padre.
William sació sus apetitos sexuales, la escupió en la cara, la pateó como a una bolsa, y se fue de la cocina.
Este acto valió miles de azotes para Betty. La había destrozado por completo. Quedó tirada en el piso de la cocina y sintió que ya no podía más, y que tenía que poner un límite a todo esto.
Esa misma tarde John entró a la casa de los esclavos, y como siempre, sacó a todo el mundo a los gritos, con el látigo en mano. Pudo ver tristeza en los ojos de Betty, pero igualmente la penetró, y Betty no pudo parar de llorar.
- William me violó hoy por la mañana -dijo entre sollozos, mientras miraba a John a los ojos.
John siguió moviéndose dentro de ella, mientras sacaba un cuchillo de su cintura. Le metió las dos manos en la boca y le cortó la lengua sin ninguna piedad.
Betty se retorcía de dolor, y John continuaba su acto carnal, sosteniendo la lengua en su mano.
Finalmente acabó, y arrojó la lengua por la ventana.
“Ahí va mi vida y mi dolor”, pensó Betty, “mi lengua sobrevivirá y servirá para contar mil historias”.
Sergio Cilla
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