Vivimos en un mundo con muchas fronteras. Algunas son naturales, y otras puestas por el mismo hombre. Estas últimas no sólo delimitan espacios, sino que nos separan a nosotros mismos, por el simple hecho de sentir odio y mucho miedo. “Fronteras”, por Sergio Cilla
Fronteras
Silvio enderezó el asiento, acomodó sus cosas rápidamente, tomó aire profundamente y se preparó para el aterrizaje. Era su primer vuelo internacional en avión, y después de estar tantas horas sentado y sin pegar un ojo, sintió un tremendo alivio. Llegaría a Dallas, haría la conexión a Filadelfia, y ahí estaría esperándolo el amor de su vida. Eso valía la pena cualquier sacrificio.
Silvio y Mike se habían conocido en Perú, en Machu Pichu. Silvio era un guía de excursión y Mike un turista norteamericano, con un doctorado en historia latinoamericana, y con intenciones de conocer de cerca la cultura Incaica. En cambio, Silvio era un fiel representante de los Andes, con su piel morena, sus ojos marrones, sus antepasados en cada uno de sus rasgos, y la sabiduría de la tierra en todo su ser. Se habían enamorado al primer instante. Silvio se había sentido atraído por la educación de Mike, la bondad en su mirada, y la humildad en su trato. Mike era todo lo que Silvio no hubiera esperado de lo que llamaban un gringo.
Silvio bajó del avión y sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Pensó que quizás todos sus prejuicios sobre el país del Tío Sam iban a desvanecerse, como le había pasado con Mike.
Una señora mayor que había estado sentada muy cerca de él en el avión, se le acercó y le preguntó si sabía manejar “las maquinitas esas”. Silvio le dijo que no, pero que fueran caminando juntos y que seguramente no sería algo tan complicado. Habían visto un video en el vuelo donde les indicaba que al pasar por migraciones tenían que escanear sus pasaportes en una especie de cajeros automáticos que llamaban kioscos.
Cuando la señora le preguntó si estaba de paseo o iba a ver a algún familiar, Silvio le respondió que venía a ver a su esposo, y le contó que hacía dos años se había casado con Mike en Perú, pero que luego la madre de Mike había enfermado muy mal, y como era hijo único habían decidido que él debía cuidarla.
Habían estado separados por tres meses, y Mike estaba decidido a volver a trabajar para la universidad, así que Silvio estaba de paseo por primera vez en los Estados Unidos, con la idea de amigarse ideológicamente del gigante del norte, para así poder concretar lo único que más le interesaba en el mundo: vivir junto al hombre de sus sueños, al que lo cuidaba y lo protegía, como sólo creía que la madre tierra podría hacerlo hasta ese momento.
Silvio era huérfano. Se había criado en casa de sus tíos con cinco primos más, luego de que sus padres murieron en un accidente automovilístico. Siempre supo que sus tíos habían hecho lo mejor que pudieron, pero nunca se sintió querido, y se había criado creyéndose una molestia. Apenas cumplió la mayoría de edad, se independizó y a partir de ese entonces siempre buscó la manera de sobrevivir y salir adelante. Su condición sexual lo había alejado de muchas amistades, y siempre se sintió muy solo, hasta que lo conoció a Mike. Desde ese momento nunca se separaron. Mike tomó un trabajo de investigación de la universidad de Lima y se quedó a vivir en Perú.
Silvio y la señora, después de una fila de unas pocas personas, tuvieron acceso a una de esas maquinitas. La señora siguió las indicaciones primero, escaneó su pasaporte, su visa, puso sus huellas y se sacó la foto. La máquina le expidió un papelito, y se puso a un costado, esperándolo a Silvio. Él hizo lo mismo, y terminó con el mismo papelito. Los dos se miraron ya que el de Silvio tenía una cruz. Cuando pasaron por el agente de seguridad, y al mirar cada uno de los papeles, le indicó a la señora que podía ir a retirar su equipaje, mientras que Silvio debía hacer la fila para pasar por el control personal de migraciones. Silvio esbozó una sonrisa de preocupación, y le dijo a la señora que la alcanzaría en unos minutos.
Silvio se acercó a la fila y comenzó a sentirse desprotegido, con la misma sensación que lo había acompañado desde el día que le avisaron que sus padres habían muerto, y que solo el encuentro con Mike había acallado. Era un sentimiento de desprotección, de que iba a ser abandonado, de que a nadie le importaba su suerte. Su sueño más recurrente era estar en una avenida muy transitada, donde había muchísima gente, y cada transeúnte que pasaba por su lado apurado lo empujaba, y Silvio sentía pánico y escalofríos.
Le tocó su turno. El oficial de migraciones era un hombre moreno, que por suerte hablaba español. Silvio sintió un alivio temporario, pensando que podría ser un compatriota latino, y así no iba a ser tan hostigado, como todos le habían advertido. Silvio, con toda su inocencia a cuestas, no podía entender el por qué no podrían querer dejarlo entrar. Nuevamente, las huellas digitales, la foto y la pregunta de cuál era el objetivo de su viaje. Silvio contestó que estaba de vacaciones, con un cierto dejo de molestia, ya que odiaba mentir, pero todo el mundo le había dicho que no podía decir otra cosa.
El oficial lo miró a los ojos, observó la pantalla de la computadora, tomó el pasaporte y el papel y le dijo: “sígame”.
Lo acompañó hasta una sala, le entregó el pasaporte al oficial que estaba en la puerta, le pidió a Silvio que entrara y que esperara hasta que lo llamaran, y se retiró.
Silvio sintió que algo no estaba funcionando bien. Era una sala muy amplia, fría, con pisos grises y muchas sillas azules de plástico. Podían verse tres ventanillas con oficiales uniformados de azul, que hablaban entre ellos y tomaban café. Había dos personas más esperando, y que por su aspecto y su acento, Silvio intuyó eran mexicanos.
No sabía qué hacía ahí, y tampoco se animaba a preguntar nada a nadie. Esperó y esperó. Vio cómo llamaban a las otras dos personas, y luego las hacían volver a sus asientos. Otra mujer entró y también tuvo que tomar asiento. Silvio ya estaba poniéndose muy nervioso.
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De pronto vio que un oficial joven tomaba su pasaporte. Se sentó frente a la ventanilla, lo miró a Silvio, y le hizo un gesto con su cabeza, como para que se acercara. Le preguntó si hablaba inglés y Silvio contestó que muy poco, que era guía turístico en su país y que algo había aprendido.
Comenzaron las preguntas: qué hacía ahí, por qué, para qué, hasta cuándo, dónde se hospedaría, a quien conocía en ese país, cuánto dinero llevaba. Y volvían a repetirse, en distinto orden, con palabras diferentes, y Silvio comenzaba a sudar, y a sentirse nuevamente desprotegido. En un momento el oficial le dijo que creía que estaba mintiendo, y que si quería tener una chance de poder entrar al país, tenían que revisarle el teléfono. Silvio sintió que no tenía otra alternativa si quería reunirse con el amor de su vida. Además, quería que todo pasara lo más rápido posible, no solo porque cada vez la sensación panicosa de desprotección era mayor, sino que no quería perder la conexión a Filadelfia. Sabía que Mike estaría esperándolo ahí y no tenía cómo avisarle, ya que en ese lugar no tenía conexión.
Le entregó el teléfono. A pesar de la sencillez del acto, Silvio comenzó a sentirse violado en sus derechos, como hombre, como individuo, como ser humano de este planeta. “¿Dónde están las libertades?”, pensó, mientras observaba como el oficial desplazaba su dedo por todas las pantallas de sus aplicaciones con la destreza de un adolescente. “Si fuera rubio y de ojos claros, ¿también estaría parado aquí en este momento, o ya me habrían dejado en paz?”, especuló.
En un momento, el oficial levantó la mirada, lo observó detenidamente y le dijo que había mentido. Silvio se sonrojó, y comenzó a temblar y a tartamudear. El oficial le preguntó qué relación tenía con Mike, y Silvio sintió que no tenía que seguir mintiendo. Pero reconocer su relación con Mike era admitir que había mentido. Y a partir de ese momento, la frase “pero usted mintió” se convirtió en el caballito de batalla del oficial de migraciones.
Después de un rato de hostigamiento, lo hicieron volver a su asiento. Silvio estaba desconsolado. Sólo tenía ganas de llorar, y de verlo a Mike.
Durante las próximas dos horas lo llamaron dos veces más, y volvieron a interrogarlo dos personas diferentes. Parecía que el hecho de haber mentido se había convertido en el slogan del momento.
Mike miró un reloj enorme sobre la puerta de entrada y se dio cuenta que ya había perdido su conexión a Filadelfia. El avión había aterrizado a las 5:30 de la mañana y ya eran las 9:00. Silvio estaba agotado, tenía hambre, sed, ganas de ir al baño, y una tremenda necesidad de poder hablar con Mike.
Volvieron a llamarlo y le dijeron que no le permitirían entrar a los Estados Unidos y que lo pondrían en un vuelo de regreso a Lima a las once de la noche. Silvio los miró con desesperación, pero tal era el cansancio que sentía, que no tenía fuerzas para discutir, y menos aún para argumentar nada.
Lo llevaron a una sala contigua, que tenía un pequeño baño con un inodoro y un lavabo, un sillón, una mesita ratona y un televisor. Le dieron un control remoto, le dejaron una botella de agua y una vianda con comida, y le dijeron que lo pasarían a buscar a aproximadamente las 22:00.
Mike les pidió el teléfono, y le dijeron que no tenía permitido comunicarse con nadie, y que el teléfono y el pasaporte les sería entregado junto con sus valijas al momento de dejar el país.
Silvio se sentó y lloró y lloró. Pensó en Mike. Recordó cuando se conocieron y cómo la sonrisa de Mike le había dado, por primera vez en su vida, la suficiente valentía para poder enfrentar al mundo y decir, con mucho orgullo, que era gay.
Nunca había confesado nada con sus familiares, pero no porque sintiera que no iban a comprenderlo, sino porque temía que les importara muy poco. Silvio se sentía agradecido porque lo habían alimentado, vestido y educado, pero siempre se quedó esperando que lo hubiesen querido.
En cambio, sus dos mejores amigos, cuando se enteraron que Silvio estaba enamorado de Mike, se hicieron a un lado. Comenzaron a evadirlo y a evitar el contacto. A pesar de que se esperaba que el ambiente de turismo fuera más abierto en cuanto a temas como la homosexualidad, todavía había sectores que sentían que era algo que debía vivirse en la intimidad, sin andar contando que uno estaba enamorado. Raúl, su compañero de habitación, cuando le dijo que se mudaba, agregó: “¿y qué es eso de estar enamorado? Si usted quiere hacer esas porquerías con otro hombre, hágalas, pero nada de amorcito, ni amorcito”.
Silvio se tiró en el sillón y comenzó a quedarse dormido. Soñó que subía al avión, se sentaba en un asiento de tres, y los otros dos pasajeros eran sus padres. No podía creerlo. Se sentía bendecido y sus padres le decían que ahora, ya que no podía volver con Mike, estaban ellos ahí para cuidarlo y acompañarlo. Silvio estallaba de felicidad, y lloró desconsoladamente, abrazándolos y besándolos, hasta que de pronto se despertó, empapado en sudor y en lágrimas.
No sabía qué hora era y prendió el televisor. Se detuvo en un canal de noticias. Creyó tener una visión, pero se restregó los ojos y se acercó al televisor. Podía ver un grupo de personas reunidas en la calle, protestando. Se acomodó los anteojos y vio que un cartel decía: “liberen a Silvio”. No podía creerlo, se sentía confundido. Podía ver banderas con el arco iris, y gente que gritaba “Silvio, Silvio”. Era en Lima, esa misma tarde, pero también mostraban imágenes de España, unas horas antes, con una pequeña marcha, y en Filadelfia, y aparecía Mike, hablando con una reportera, indignado, usando palabras como justicia, libertad, raza, elección sexual.
Y Silvio comenzó a llorar nuevamente, y lloró, y lloró. Y se acercó al televisor y lo abrazó, y volvió a sentirse protegido, acompañado, y querido. Y sintió que no todo estaba perdido.
Sergio Cilla
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