Sergio Cilla nos comparte un cuento inédito: Perdiéndome, donde nos relata los sentimientos de un hombre en Buenos Aires que está tratando de encontrarse consigo mismo..
Perdiéndome
Ella estaría orgullosa si me viera. Me siento más hombre habiendo tomado la decisión de venir al entierro. La entrada a este lugar invita más a la idea de un museo. ¿Será un museo de muertos? Luego, al final de esa avenida arbolada, encuentro llanto y desconsuelo. ¿Habrá venido? La busco entre las lágrimas, los pañuelos, los abrazos llenos y los vacíos también. No está. Desilusión. Ella fue al velatorio y yo al entierro, para no cruzarnos, como acordamos. La mamá de mi amigo estaba muy enferma. ¿No deberíamos estar festejando este momento, entonces? Pero, no, sufrimos, porque ya no la tenemos. Como sufro yo, porque ya no la tengo. Perdí el confort de la familia y la seguridad del amor. Aunque si me porto bien, y sigo respetando sus espacios, la voy a convencer.
Tomo la segunda manija del cajón del lado derecho. La primera es para mi amigo. Del otro lado está su hermano. Lo miro. Siempre lo miro. Busco esa sonrisa seductora que derrite corazones y que hoy está desaparecida. Desilusión.
Salgo a la avenida. Necesitaba escapar de todo eso. Aunque lo bueno de estas cosas es que uno se olvida de la agenda. Para algo tenía que llegar a la oficina después del mediodía. Ayer avisé por teléfono. Bajo al subte de Lacroze y percibo algo diferente. No sé qué es. Me molesta, me altera la energía. ¿Será que los chicos no tienen clase hoy? Es el día del maestro. Ella trabajaba igual hoy, porque ella es profesora, por eso no rompió el acuerdo. Nunca entendí eso. Debería ser el día del educador, una fecha para todos los que enseñan.
Entro al tren. No voy a hacer combinación hoy. Me bajo en Pellegrini y camino. No recuerdo a qué hora era lo que tenía, pero seguro es bien después del almuerzo, y recién son las doce. No está lleno, pero hay varias personas. Conversan entre sí, animadas, se cuentan algo que no sé. Me molesta, me siento raro. Nadie me mira, están todos muy ocupados. ¿Seré yo o serán ellos? Desde que me separé, a veces ando medio perdido. Siento que a mi vida le falta ese hilo que antes unía todo. Las chicas están mejor, todos estamos más tranquilos, pero yo me siento muy ansioso, como si buscara algo que no sé qué es.
El tren paró en Ángel Gallardo. Observo por la ventana a una señora que pierde el subte por quedar mirándose una de esas pantallas que están en el andén. Corre, pero se le cierra la puerta en las narices. ¿Qué estaba mirando? Hay gente que tiene tiempo para todo. Yo, ni para ver la tele tengo. Trabajo, viajo una hora y media, vuelvo a casa, lunes y miércoles voy a buscar a las chicas al colegio, me cocino. Tenía una tele vieja, pero la guardé en el placar de la pieza. Le había puesto una antena de esas portátiles, pero no agarraba nada. No tengo ni un mango para el cable. Trato de que a ella no le falte nada, es una forma de complacerla.
Pellegrini. Necesito salir de este lugar. Hay algo que no me cierra. Estos pasillos angostos siempre me ahogan, pero hoy siento una vibra que no me gusta. ¿Qué le pasa a la gente? ¿Serán los resabios del invierno? Todavía no terminó. Faltan diez días.
¿Qué pasa, hermano? ¡Me dejaron solo! Protesto todos los días en estas cinco esquinas de Suipacha y la Diagonal Norte. Nunca sé por dónde cruzar, y menos a esta hora del mediodía. Sale gente a borbotones, como el agua de las bocas de tormenta después de la lluvia de verano.
Me paro en la puerta de un bar que está sobre Sarmiento. Son los mejores, los que todavía tienen mozos que revolean el repasador blanco sobre el hombro. No los agarró el modernismo del nuevo milenio. Basta de pizza y champagne. Miro por la ventana. La gente está agolpada mirando el único televisor que cuelga de una pared del bar. Me apoyo contra el vidrio y tapo el reflejo del sol con mis manos. No puedo ver nada. Sólo mucha gente, más de la habitual, sentadas a las mesas y paradas, hablando agitadamente, mirando una pantalla. ¡Este año no hay mundial!
A este bar vinimos esa tarde que hablamos. Me pasó a buscar por la oficina. Me dijo que ya no daba más, que nuestras peleas la estaban matando. Esa fue la primera vez que no me enojé, que no traté de convencerla de que estaba equivocada, de que todo iba a estar mejor. Tampoco lloré, ni le grité, ni me desesperé. Sentí su dolor en las entrañas y lo hice propio. Al otro día, cuando volvió del trabajo, me encontró parado en el living con un bolso. Trató de evitarlo, lloró por primera vez, pero yo lo había decidido. Me estaba haciendo hombre.
Me acordé de ese momento y una electricidad me recorrió todo el cuerpo. Le desconfío a esa sensación. Me dijeron que así la vida me confirmaba que estaba en el camino correcto, pero me da miedito. Tomo Suipacha hacia el sur. Perón, que alguna vez fue Cangallo, hasta Bartolomé Mitre. Ahí tengo la oficina. Paso por la relojería del chico morocho que siempre me mira. Es que desde que me separé uso ropa más ajustada. Antes, ella me compraba todo dos números más. Creo que siempre creyó que era más grande.
¿Estoy delirando o algo pasa? No me choco con los chicos que corren entregando comida, con los cadetes que buscando direcciones te llevan puesto. No hay gente apurada, no hay bicicletas. Hay pocas motos. Creo que negocié alquilando una oficina ahí, en el límite de la ciudad, porque era lo más barato. Para mí, de Rivadavia para allá, es otro mundo.
Llego a la esquina de Mitre y miro hacia la iglesia de San Miguel. Nunca entré, y hace siete años que trabajo en frente. No soy de iglesia, aunque me gusta observarlas, como si fueran templos. Me da más la metafísica. La miro, tomo aire y pienso en ella. Seguro vamos a volver a estar juntos, es cuestión de tiempo.
El portero no está y el edificio está desierto. Abro la puerta de la oficina y escucho un murmullo ahogado, de pronto un silencio, seguido por exclamaciones que me preocupan. Veo que están todos en la sala donde damos clase. Se escucha el sonido del televisor. ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Me estoy perdiendo? Cuando abro la puerta, todos giran la cabeza buscando una expresión en mi rostro, pero no hay devolución, o no la que esperan. Miro el televisor. Veo la cima de un edificio de donde sale mucho humo negro. Un avión que impacta el edificio de al lado. No entiendo nada.
Sergio Cilla
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