Sergio Cilla comparte con nosotros un nuevo relato de su colección “Historias de Mujeres”, La Desagradecida, donde describe las emociones costumbristas y manifiestas de una relación madre-hija no tan perfecta.
LA DESAGRADECIDA
-Tratamos de reproducir esos momentos donde nos sentíamos seguros en el útero de mamá, y no está mal, pero en la vida también hay otras cosas…
-Yo veo esa gente que se aventura, sale, hace tantas cosas, disfruta de la vida, y realmente los envidio, porque yo no puedo -respondió Alejandra.
-Es cierto que es más fácil para algunos que para otros, Alejandra -agregó su consejera-, pero no es imposible. Algunos tienen más herramientas que otros, pero todos pueden hacerlo.
Alejandra se había criado en un hogar de inmigrantes italianos, y desde niña había hecho de la iglesia su refugio ideal. La mantenía ocupada, la hacía sentirse bien. Sin embargo, había una parte de ella que quería salir y gritar a los cuatro vientos que ella quería otro tipo de vida, que era hora de salir de ese caparazón que siempre la había protegido.
Alejandra tenía 43 años. Trabajaba como secretaria en una empresa metalúrgica que estaba a diez cuadras de su casa desde que había terminado el colegio. Llevaba ahí más de 25 años.
Tenía pocas amigas. Una señora bastante mayor que ella, que trabajaba también en la misma empresa, y algunas mujeres con la que compartía las tareas en la iglesia.
Alejandra nunca había estado con un hombre, y nunca había tenido sexo. Cada vez que su consejera llevaba la conversación hacia esa dirección, ella enunciaba algo como: “parece que están todos obsesionados con eso… se puede vivir sin sexo, yo puedo.” Y su consejera volvía a discutir el tema de las elecciones, y trataba de hacerle entender que había cosas que no queríamos porque no nos animábamos a enfrentarnos a ellas, pero que había una parte nuestra que moría por conocerlas.
Es más, el hecho de que Alejandra había decidido comenzar una especie de terapia hacía un año parecía un indicador de querer salir de ese cuadro. Sin embargo, había también indicios de que había iniciado la terapia para “dejarlos contentos y que no me hinchen más.”
-Tienes que convencer a tu hermana que deje esa terapia -dijo María, la madre de Alejandra a su hermana un día, mientras lavaba los platos-. Está muy agresiva conmigo.
-Mamá… ¿no quieres darte cuenta de que Alejandra ya es grande y todavía virgen? ¿No puedes entender que le insistí que hiciera terapia porque hay algo mal en ella? -Le respondió Miriam con un tono bastante agresivo.
Miriam era la única hermana de Alejandra, tres años menor, casada y con dos hijos. Miriam a veces sentía que era la única que ponía un nexo entre esa familia y el mundo exterior. Su madre, todo el día limpiando, cocinando, y preocupada por cumplir con las rutinas que su esposo le había impuesto hacía casi cincuenta años atrás. En su poco tiempo libre, su mayor diversión era salir a la calle con la escoba, o cualquier otra excusa, para conversar con alguna vecina, o para observar los movimientos del barrio.
José, su esposo, ya estaba jubilado, y su única preocupación eran los horarios de las comidas, las carreras de caballo y los partidos de fútbol.
-En mi familia están todos alienados -le dijo Miriam a la consejera que le habían recomendado para su hermana Alejandra, cuando la llamó por teléfono para averiguar sobre el tratamiento. Ella intuía que Alejandra necesitaba algo más que una consejera, pero un tratamiento terapéutico bueno era algo muy costoso, y todos vivían con lo justo en esa familia. O, mejor dicho, se ahorraba bastante, pero para otras cosas, como la tumba familiar en el cementerio, o los agregados que se hacían a la casa todos los años. Pero jamás para una terapia, eso era algo moderno, para otro tipo de gente. “Ellos eran de barrio,” como había dicho María, con cierto orgullo. “Ellos podían vivir con lo justo,” y un brillo de mayor orgullo iluminaba sus ojos ante tal exclamación.
Miriam vivía con su esposo y sus dos hijos adolescentes en el cuarto de huéspedes de la casa. Había sido una decisión “temporaria”, de hacía casi cuatro años, cuando la crisis económica no les había permitido seguir pagando el alquiler y el colegio religioso de los hijos.
-Siempre volvemos al mismo punto, Alejandra, que tú no puedes -le dijo un día la consejera-. “Yo no puedo” es tu frase favorita, y con eso siempre llegamos al final de las sesiones, pero no cambiamos ni mejoramos nada. ¿Cómo piensas que podemos ir un poco más allá de ese “yo no puedo”?
Alejandra le dijo que lo iba a pensar para la próxima sesión, y sintió con eso que dejaba contenta y satisfecha a la consejera. A la semana siguiente faltaría a la sesión, argumentando que estaba enferma, y eso le daría dos semanas para pensar qué haría con esta situación.
Pero no hubo que esperar tanto tiempo. A los tres días de esa última sesión en la vida de Alejandra, una vez que habían terminado de cenar, Alejandra se puso el delantal para ayudar a su madre a lavar los platos y ordenar la cocina.
- ¿Algún día ocurrirá un milagro y tu hijita preferida se dignará a lavar los platos donde comen su marido y sus hijos? -preguntó Alejandra a su madre con un tono bien irónico.
-Ale… Miriam podrá ser mi hija preferida, como dices tú, pero tú eres la que me cuida, la que está conmigo, la que siempre me acompaña -replicó la madre, con su sonrisa de orgullo.
Alejandra siempre se sentía bien pero confundida, ante estas afirmaciones de orgullo de la madre, y el mensaje siempre era muy claro: “Ellas vivían juntas, y con lo poco que tenían era más que suficiente. Se tenían mutuamente, para lo que hiciera falta, y no necesitaban nada más que eso.”
A veces, Alejandra envidiaba un poco a alguna amiga que viajaba con su marido o su novio, y cuando se lo comentaba a su madre, María le hablaba de costado, repitiendo sus frases favoritas: “¿Y tú para qué quieres viajar? ¿Acaso te falta algo en esta casa? ¿No te parece suficiente lo que tu padre y yo hemos hecho toda la vida por ustedes? Siempre quejándote. ¿Qué necesidad hay de viajar? Si así estamos bien.”
-Ya lo sé, mamá -continuó la conversación mientras vaciaban los platos en la cocina-. El otro día la consejera me dijo que siempre digo que no puedo, y yo creo que tiene razón, y que debería empezar a hacer algunas cosas que nunca hago, como salir un sábado, o ir al campo de Lucía, que siempre me invita y le digo que no.
María soltó uno de los platos que estaba limpiando, y se escuchó el típico ruido de cerámica partida en mil pedazos en el suelo. Se tomó el pecho con su mano izquierda, y la miró a Alejandra con un rostro pálido y severo.
-Ayúdame a sentarme -le gritó María mientras trataba de tomar una silla-, no ves que me dieron esas puntadas en el corazón otra vez.
Se sentaron juntas a la mesa, y Alejandra corrió a buscarle un vaso de agua. La miró preocupada a los ojos, con ese escalofría que sentía cada vez que su madre se descomponía, cada vez que la invadía la culpa por no poder ser perfecta para ella.
-Sólo piensas en ti misma -le dijo María con un tono de mucha bronca-, siempre la misma desagradecida.
Sergio Cilla
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