¡Al fin! ~ Mónica Gómez

La vida en un pueblo puede ser muy tranquila y sin estrés, es cierto. Pero quizás el precio a pagar sea alto. Mónica Gómez nos trae un relato en 3 partes que muestra cómo los prejuicios y las estructuras sociales pueden influir sobre las vidas de los habitantes de un pequeño lugar donde todos se conocen y la cultura reina.

¡Al fin! Primera parte

La luz de la calle asomaba por el ventanal reflejando las espaldas desnudas tendidas sobre la cama. El cuarto olía a rosas como siempre, tenía ese toque inconfundiblemente femenino, hasta exagerado. Las cortinas de voile color durazno combinaban con la colcha, siempre impecable. Claro, era su nidito de amor, de ese amor tan fogoso y profundo como prohibido.

Leonardo se incorporó para poder contemplar mejor los contornos de ese cuerpo bello que tanto deseaba, ese cuerpo que lo volvía tan loco de amor como el alma que lo sostenía.

-Ay, amor mío –susurró –pensar que siempre me fuiste fiel a pesar de todo.
-Bueno... –contestó con una sonrisa socarrona – ya bastante con que vos -enfatizó - seas casado con una hija, ¿no?-. Entre besos y caricias, se echaron a reír. -¿Dónde vas?
-A prepararte un café –dijo Leo mientras se levantaba.
-No... vení acá...
-Dejame, por hoy, que te atienda yo como merecés.
-No, dejá, que seguro por hacer un mísero café ensuciás toda la cocina.
-Ay ay ay... –se lamentó Leo mientras se calzaba los jeans –a veces parecemos un matrimonio. Vos serías la esposa hincha pelotas, claro!
-¿Ah si? Ok, me convenciste, andá a traerme ese café entonces!

Una vez más rieron, con ganas, con fuerza, con esa pasión que los mantenía unidos en ese amor tan fuerte, sintiéndose una misma entidad, a pesar de que sus vidas estuvieran completamente separadas.

Se habían conocido en la adolescencia, cuando tenían dieciséis años y el amor había sido tan fulminante como prohibido. ¿Puede un amor adolescente ser tan poderoso como para convertirse en un lazo verdadero? De hecho, éste lo era. En una semana cumplirían quince años de estar juntos, lo más juntos que se puede estar dentro de la clandestinidad.

Leonardo había llegado a Italia a los tres años en brazos de su madre, desde Colombia. Cuando el padre los abandonó, la joven madre pidió ayuda a unos parientes italianos que los acogieron con mucho cariño, aunque para evitar habladurías, se inventaron la historia de que era viuda, de ese modo tanto ella como la criatura podían ser mejor vistos dentro de la cerrada y anticuada cultura del pueblito de montaña. Al cabo de un par de años, la mamá se casó con un señor buenísimo que la adoraba y que amaba a Leo como a un hijo propio. No tuvieron hijos de los dos, Leo fue el único y los llenaba de satisfacciones con su alegría y sus demostraciones de cariño. El niño los idolatraba. Su padre era campesino y en los largos días de verano lo llevaba en su tractor a trabajar la tierra. Pasaban por las casas vecinas, en aquellas épocas se conocían todos.

-Buen día, don Pascual.
-Buen día.
-Chau, Leito!

Y él respondía agitando su gorro y con una sonrisa inmaculada que dejaba ver los agujeros entre sus dientes caídos. Le gustaba especialmente cuando pasaban por la casa de su amiguita Cecilia porque ella salía corriendo a la par del tractor para saludarlo.

-¡Nos vemos esta tarde! –gritaba ella.
-Sí, sí, vengo para acá y jugamos.

Ella lo despedía feliz y, a pesar que nunca lo reconoció, contaba las horas hasta que él volviera. Eran muy buenos amigos de juegos. A Leo le gustaba porque Cecilia no era como las demás nenas, tontas, lamentosas y que nunca corrían para no despeinarse. Cecilia andaba en bici, era capaz de meterse en el barro, se revolcaba en el pasto y gozaba tirándose en la montaña de paja. Su hermanita, sin ir más lejos, era totalmente diferente. Prefería verlos jugar desde adentro, mientras peinaba a sus muñecas.

Leo amaba especialmente los silenciosos días de nevadas cuando todo el pueblo se pintaba de blanco y él se calzaba las botas y salía.

-¿Adónde vas con esta nieve? –cuestionaba su madre.
-A jugar con Cecilia.
-No va a querer salir con este frío congelante. ¡Abrigate, hijo! –Leo ya estaba afuera hundiendo los pies en la blanca espuma.

Cecilia lo veía llegar por la ventana y corría a enfundarse con abrigo y guantes. ¡Las batallas de bolas de nieve que jugaban! Terminaban ambos empapados de pies a cabeza y muertos de risa.

No fue extraño que con el despuntar de la pubertad sintieran algo más que amistad el uno por el otro y además estaban las familias, encantadas de esta relación ya que así era como se armaban los matrimonios en el pueblo. Todos terminaban casándose con sus amiguitos de la infancia. Y lo más increíble es que a nadie se le ocurría que pudiera ser de otro modo.

Por eso, cuando en la escuela secundaria Leo conoció a quien se convirtiera en su verdadero amor, ya era tarde. Ya estaba comprometido con Cecilia y no le quedaba otra que vivir su gran pasión a escondidas.

Mónica Gómez

Fin de la primera parte. Continúa con: ¡Al fin! Segunda parte


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